sábado, 6 de marzo de 2010

Prostitución, política anticrimen y economía. 5-III-2010

Prostitución, política anticrimen y economía
Ciro Murayama | Opinión


Hace unos años, el libro Freakonomics (la economía freak o la economía inesperada, podríamos traducirlo), del economista Steven D. Levitt y del periodista y escritor Stephen J. Dubner, se convirtió en un éxito de ventas mundial. En aquel libro, valiéndose de técnicas econométricas, los autores ofrecieron explicaciones que en una primera instancia resultarían inverosímiles, sobre temas variados. Sugerían, por ejemplo, que es más riesgoso dejar ir a los hijos a una fiesta en casa de amigos que tengan alberca que a una casa con armas de fuego; expusieron que los vendedores callejeros de droga viven con sus madres porque ganan muy poco dinero; demostraron que los profesores de enseñanza básica en Estados Unidos tienen en común con los luchadores de sumo de Japón el hacer trampas en sus respectivas profesiones, y revelaron que la disminución del crimen en las ciudades norteamericanas se debió no a la estrategia policial, sino a la legalización del aborto dos décadas antes. Los autores insistían: describimos el mundo tal cual es, no como quisiéramos que fuese. El libro ganó adeptos aquí y allá y sus conclusiones sirvieron para amenizar múltiples sobremesas.

En 2009 Levitt y Dubner publicaron una nueva entrega de sus observaciones, con el título de Superfreakonomics. El caso con el que abren este nuevo libro es un estudio sobre la prostitución en Estados Unidos: ofrecen una explicación a partir de consideraciones económicas de cómo opera un negocio que es, como el narcotráfico, ilegal. ¿Qué podemos saber de ese mercado que, pesar de ser contrario a las leyes, perdura por los siglos de los siglos? ¿Nos puede ese estudio dar alguna luz sobre la viabilidad de la estrategia que sigue nuestro gobierno para combatir otro mercado ilegal, como es el del narcotráfico?

Como señalan los autores, desde tiempos inmemoriales, en todo el mundo, los hombres han querido más sexo del que pueden tener gratis. De ahí que inevitablemente emerja una oferta de mujeres que, por determinado precio, están prestas a satisfacer la demanda. (Observación número uno para nuestros fines en términos de extraer conclusiones aplicables al mercado del narco: ahí donde hay demanda, habrá oferta).

Hace un siglo en Estados Unidos había 200 mil mujeres dedicadas a la prostitución, constituían “el ejército del vicio”. Se trataba de una de cada 110 mujeres entre los veinte y los cuarenta años de edad. En aquella época, narran Levitt y Dubner, cuando la prostitución fue criminalizada, el grueso de la energía política se dirigió contra las prostitutas, más que contra los clientes. Esa decisión condujo a la escasez del servicio (sexual en este caso) y en economía, cuando hay escasez, los precios suben y ello atrae a más oferentes. (Observaciones 2 y 3: si la política genera escasez el precio se incrementa; y cuando lo anterior ocurre hay más gente interesada en entrar a un negocio de buenos dividendos).

La información estadística recolectada en el estudio revela que los ingresos de las prostitutas han caído –en promedio– dramáticamente. ¿Por qué? La respuesta está en la competencia a la que se enfrentan. Esa competencia proviene, en buena medida, de la liberación sexual (se ha hecho más común el “sexo casual”, así como los “amigos con derechos”), de tal suerte que si el 20 por ciento de los hombres nacidos entre 1933 y 1942 tuvieron su primera experiencia sexual con una prostituta, el porcentaje ha caído al 5 por ciento en la generación actual (y ello no es porque ahora se cuide la virginidad hasta el altar, pues los estadunidenses con relaciones sexuales prematrimoniales pasaron del 33 al 70 por ciento). Dicen Levitt y Dubner que si la prostitución hubiese sido una industria como cualquier otra, habría contratado sus empresas cabilderas (a sus lobbystas) para que presionaran e hicieran una ley contra la liberación sexual, contra el sexo libre. (Observación 4: la prohibición de la liberalización de ciertos bienes y servicios beneficia a quienes, por debajo del agua, surten al mercado).

Cabe ahora hacer referencia a la persecución policial a la prostitución. De acuerdo con Superfreakonomics, una prostituta en la ciudad de Chicago podrá ofrecer sus servicios 450 veces antes de ser arrestada. Y sólo uno de cada diez arrestos conduce a una sentencia. Así que, en los hechos, hay escaso combate de las autoridades a la prostitución. ¿Se debe ello a que la policía no sabe dónde tiene lugar el mercado sexual? No. El problema es de otro tipo, que nos puede sonar más familiar. La información recolectada en el estudio indica que alrededor del 3 por ciento del total de los servicios sexuales prestados por las prostitutas fueron gratis, de gorra (cachuchazo), practicados a oficiales de la policía. Cuando una prostituta está por ser arrestada, ella tiene algo que ofrecer: sexo. Los autores concluyen que es más probable, de acuerdo con las estadísticas, que una prostituta tenga sexo con un policía antes de que sea arrestada por él. (Observación 5: el problema del agente principal, como le llaman los economistas, hace que la agencia —la autoridad— encargada de poner orden sea capturada por quien debe ser regulado).

Después de este breve repaso, ¿qué futuro tiene la guerra contra el narco? El que ya conocemos: 1) mientras haya quien demande droga –aquí o en Estados Unidos, si se quiere ya en Europa, pues globalizados vivimos– habrá quien la ofrezca; 2) la escasez de estupefacientes sube sus precios; 3) esos precios al alza están atrayendo nuevos actores, nuevos cárteles; 4) la prohibición de la droga es funcional a quienes la ofrecen de manera ilegal; 5) es más factible que un policía consuma una dosis de droga a que detenga a un narcotraficante, y la imbricación entre criminales y autoridades no cesa.

Como dirían Levitt y Dubner: no es lo que quisiéramos, sino lo que es.

Los costos de la obesidad infantil. 3-III-2010

Ciro Murayama
Los costos de la obesidad infantil
03 de marzo de 2010

El secretario de Salud, José Ángel Córdova hizo una previsión que, de no ser por el marasmo en el que nos encontramos, debió encender todas las alarmas: el incremento de la obesidad infantil y sus secuelas sobre la salud se pueden traducir en una disminución de la esperanza de vida de siete años en la próxima generación de mexicanos (EL UNIVERSAL, 22/02/2010).

La esperanza de vida es un indicador que resume la situación de la salud de una población. Por ello, reducirla es una auténtica catástrofe social. Para dar una idea de lo que significaría, baste señalar que de acuerdo al Índice de Desarrollo Humano (IDH) elaborado por las ONU, la esperanza de vida al nacer fue de 76 años en México en 2007; retroceder a 69 años en una sola generación nos colocaría con una esperanza vital similar a la que alcanzan países como Trinidad y Tobago (69.2 años) o Surinam (68.8), y por debajo de los niveles que se registran en los territorios ocupados en Palestina, o en naciones como Jamaica, Argelia, Honduras y Nicaragua.

El sobrepeso afecta a siete de cada diez adultos mexicanos y a uno de cada tres niños y adolescentes. Padecen obesidad 8% de los niños de entre 5 y 11 años de edad y 9% de quienes tienen entre 12 y 19 años. Cifras oficiales confirman que 90% de los casos de diabetes —principal causa de muerte en México— están asociados a la obesidad.

La diabetes dejó de ser una enfermedad crónica degenerativa de personas de edad avanzada para afectar en buena medida a niños y adolescentes. De acuerdo con el INEGI, en México hay 16 millones de hogares (el 58.6% del total) que tienen al menos a uno de sus integrantes con una edad de entre cero y 14 años. Así, es factible que más de un millón 400 mil hogares tengan a un niño obeso. El desarrollo de diabetes en un obeso genera daños económicos para su familia. Una estimación de la Procuraduría Federal del Consumidor situó, en 2007, el costo mensual de la atención a un paciente diabético entre los 1,217 pesos mensuales (que incluían costear hemoglobina glucosada, antidiabético oral tres veces al día, visita al endocrinólogo cada tres meses y tiras reactivas para medir el nivel de azúcar) y los 4,387 pesos mensuales (para pacientes que, además de esos gastos, afrontan la adquisición de una microinfusora, pilas, catéter y aditamentos de la misma, así como insulina). Esto es, al día el gasto en atención a la diabetes va de los 41 a los 146 pesos.

Si se considera que el ingreso medio de las familias es de 408 pesos diarios —siguiendo la información de la Encuesta Nacional de Ingreso Gasto de los Hogares de 2008—, y se estima que un niño con diabetes estaría en el nivel más bajo de costo (1,217 pesos mensuales), tendríamos que 36% del ingreso del hogar se iría en atender la enfermedad. Ese porcentaje cae en lo que se denomina un gasto catastrófico en salud: cuando la familia destina más del 30% de su ingreso a la atención de la salud de sus miembros. La situación empeora para las familias de menores ingresos: por ejemplo, el gasto en atención a un diabético no avanzado sería 60% para una familia ubicada en el quinto decil; por no hablar de las condiciones de los hogares del 20 por ciento más pobre cuyo ingreso total es inferior al costo menor del tratamiento de diabetes.

Cabe decir, además, que las compañías aseguradoras privadas no cubren el padecimiento de la diabetes. En la vertiente pública, la insuficiencia de insulina y medicamentos para atender la diabetes con frecuencia hacen que el costo se tenga que cubrir con gasto de bolsillo privado. Además, tratamientos necesarios ante un padecimiento avanzado, como las hemodiálisis, no se consideran en la cobertura del Seguro Popular.

En este panorama, a nivel preventivo habrían de sumarse todos los esfuerzos para cortar la expansión de la obesidad infantil. Y frente a los casos que ya han desarrollado diabetes, deberían explorarse mecanismos para que las aseguradoras —un poco siguiendo el espíritu de Obama en la materia— no pudiesen excluir la cobertura de determinadas enfermedades; extender los tratamientos contemplados en el Seguro Popular; y fortalecerse la capacidad de compra y abastecimiento de medicamentos en las instituciones sanitarias públicas, capacidad dispersa y menguada por la estrategia política “descentralizadora” que domina en el sector y que va en contrasentido de la edificación de un sistema único y universal de salud.

Profesor de la Facultad de Economía de la UNAM

México: paraíso bancario. 26-II-2010

México: paraíso bancario
Ciro Murayama | Opinión

Casi de manera simultánea conocimos dos datos reveladores de la situación económica de México, que podrían parecer contradictorios pero que más bien son muestra fiel de la estructura productiva, de acumulación de beneficios y de poder económico en el país. Por un lado, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) puso en negro sobre blanco las cifras del descalabro económico de México en 2009, con una contracción del PIB de 6.5 puntos porcentuales frente a 2008; y por el otro, la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) hizo público que, en el mismo periodo, las utilidades de la banca privada en el país aumentaron 10.95 por ciento, esto es, en 62 mil 068 millones de pesos.

De acuerdo con el INEGI, la contracción de la actividad económica general se debió a un desempeño en el PIB del sector industrial de menos 7.3 por ciento, a una reducción del 6.6 por ciento en el valor generado en el sector servicios y a una expansión de 1.8 por ciento en 2009 de las actividades primarias. Lo anterior ilustra que fue el sector más moderno de la economía, el dedicado a la transformación, el que se vio más afectado por la crisis. Los servicios, donde se emplea el grueso de la fuerza de trabajo de nuestro país también tuvo una severa disminución y sólo el sector más tradicional, menos productivo, el que concentra a la menor cantidad de trabajadores, como es el primario –agro y actividades extractivas– tuvo una actividad favorable, si bien su situación es de estancamiento. Para que una economía tenga un tropiezo tan grande deben ocurrir varias cosas a la vez, como la caída del consumo privado –las familias compran menos, porque ven reducir su ingreso y pierden sus fuentes de empleo, porque el crédito no es suficiente o es caro, y porque sus expectativas sobre el futuro no son halagüeñas, por ejemplo–, así como una reducción de la inversión de las empresas –que no tienen perspectivas de mejoras de ventas y por lo tanto disminuyen su acumulación de inventarios y se resisten a iniciar nuevos proyectos o no cuentan con los recursos para hacerlo–, además de que hay una caída del componente externo de la demanda agregada, y el gasto del gobierno no alcanza a compensar esas tendencias negativas. En suma, puede decirse que una crisis de demanda y producción, como la que tenemos, se ve agravada por el papel del sector financiero, que no capta ahorro para trasladarlo a proyectos productivos y que, por sus altos costos, tampoco contribuye al consumo familiar.

¿Cómo es posible que en un escenario de empresarios en apuros y de familias empobrecidas, que son los generadores de ahorro y también los deudores del sistema financiero, crezca la utilidad de la banca? Sin duda estamos ante un fenómeno de incremento de transferencias de ingresos de las unidades económicas privadas –negocios e individuos– a las instituciones bancarias, bien a través de un diferencial aún muy alto entre los intereses que paga la banca y los que cobra, así como por el cobro excesivo de comisiones por manejo y servicios.

En el panorama actual, ¿qué incentivos tendrá la banca privada en México para hacerse más eficiente, para prestar más al sector productivo, para captar más ahorro, para aumentar el nivel de bancarización, en fin, para cumplir con su fin principal que es llevar de manera eficiente recursos a las actividades productivas si, en plena crisis económica, está en jauja? La banca puede mantenerse con los patrones de actuación que viene desarrollando en los últimos años, de espaldas a la necesidad de crecimiento e innovación productiva de la economía, pues al final sus libros siempre están en números negros, sus utilidades superan a las de las casas matrices de las instituciones en el extranjero, e incluso les permiten contribuir a contrarrestar las pérdidas en los países centrales. Todo ello a pesar de que los indicadores de eficiencia del desempeño de la banca en México vayan a la cola de la OCDE. La lógica de ganancias privadas y pérdidas públicas se vuelve a hacer patente en nuestro caso.

Lo anterior ocurre sin que, desde las autoridades económicas de México, se dé la más mínima reacción ante el hecho de que la ineficiencia y el abuso de un sector estén dañando al conjunto del tejido productivo y lesionando al bienestar general de las familias, ya sea como ahorradoras o como deudoras de la banca.

Mientras tanto, en el mundo entero se abre paso la discusión política de cómo volver a regular a la banca, de cómo evitar que el dejar hacer, dejar pasar, genere nuevos episodios de derroche privado y destrucción productiva, de cómo incluso limitar sueldos y beneficios estratosféricos, en suma, de cómo hacer para que la búsqueda del lucro individual no comprometa al progreso colectivo. Pero en nuestros circuitos de toma de decisiones económicas –muy cercanos a los diagnósticos y percepciones de quienes siguen incrementando sus ganancias–, ese debate se da por inexistente. He ahí otra paradoja: para los paladines de la apertura y el liberalismo económicos, lo único en lo que somos autárquicos es en el pensamiento y la reflexión intelectual que pueden comprometer los intereses de los nacidos para ganar.